13 febrero, 2011

Legna y Javier, tres historias en una

I Parte: si me dijeran pide un deseo
Todo comenzó mucho antes del primer beso en el club La Zorra y el Cuervo aquel 17 de diciembre de 1988, aunque ese día se hicieron novios y la fecha marca casi 23 años de relación. Legna Verdecia y Javier Rodríguez eran entonces dos jóvenes judocas con tantas ganas de amar como de proyectar un ippón cada mañana en sus entrenamientos.
El poco caso al ramo de flores naturales y todo lo contrario con la caja de chocolate regalada el mismo día, fue la primera enseñanza de cuántas cosas debía conocer Javier de la pequeña holguinera, enamorada sí de los pétalos artificiales, de las confituras y golosinas, pero también de su deporte, a pesar del sacrificio que implicaba mantener el peso en 48 kilos y años más tarde, en 52.


Fue una etapa propia de novios. Amaneceres en paradas de guagua porque nunca pasó la confronta, petición oficial ante los padres de ella e incluso el profesor Veitía, intranquilidad masculina por los crecientes resultados nacionales e internacionales de su pareja, y conversaciones imborrables sobre cómo enfrentar a la judoca que le arrebató la medalla olímpica en Barcelona.
Sin tararear la canción de Silvio Rodríguez, el deseo mayor lo pidió la propia fuerza que iba tomando la relación. El 27 de agosto de 1992, se casaron en Holguín sin mucha fanfarria. Legna comenzaría pronto a ascender planos estelares como deportista, Javier se incorporaría como entrenador de este arte marcial en la EIDE Mártires de Barbados.
II Parte: preferiría un rabo de nube
La vecina del Cotorro avisó lo más rápido que pudo. Javier corrió desesperado y pudo escuchar la voz entrecortada de Legna por la línea telefónica cuando le decía: “gané, gané el mundial”. Corría el año 1993 y muy pronto la convivencia solos en su primera casa les reportaron nuevas experiencias: comida exquisita, platos rotos, sueños y más sueños.
La entrada del esposo al colectivo de entrenadores de la selección nacional (1995) por sus resultados como entrenador de base no dinamitó para nada lo alcanzado en la relación. Eso sí, se perdieron los agarres de manos, los besos y abrazos en público, al tiempo que la exigencia sobre ella era superior en comparación a otras integrantes del equipo.
La primera presea olímpica en Atlanta fue tan solo un alto en el camino. Ella comenzó a pensar en el retiro, él a convencerla de que lo mejor en el plano deportivo estaba por llegar todavía. Y aunque no la acompañó nunca en sus grandes triunfos, la corona inmortal, la conquistada en la cita cuatrienal de Sydney 2000 selló la carrera deportiva y abrió más vida a un matrimonio, a una familia, cual rabo de nube del poeta.
III Parte: que se llevara lo feo y me dejara el querube
Cuidadosos ambos de no mezclar las cosas, humilde y sencilla ella como pocas campeonas, serio y responsable él como entrenador consagrado, las cosas volvieron a cambiar después del retiro de Legna en el 2001. Llegó el momento más feliz de la pareja: el nacimiento de su primer hijo, en tanto pocos meses después, y a propuesta del profesor Veitía, la titular olímpica se convertía en entrenadora de la selección que tanto contribuyó a crecer.
Sin embargo, ningún sentimiento se detuvo. La casa siguió siendo el lugar ideal para pedirle a Javier más romanticismo, en tanto él no dejó de ocultarle los deseos de un tercer hijo. Hoy la dinámica vuelve a ser muy parecida a cuando se conocieron: se levantan temprano, llegan al colchón, se arropan con sus kimonos y comienzan a vivir el judo, esa disciplina a la cual le deben haberse conocido y enamorado.
Entre la intimidad de ellos flota como recuerdo imborrable el primer beso de 1988 y esas ganas de bailar que siempre desborda Legna. Sin embargo, lejos de ser perfectos, el amor para ellos está precisamente en eso, en querer todos los días “llevarse lo feo y dejar el querube”.

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