07 septiembre, 2007

Legna, te debo una canción


Más que de judo, intentaré escribir la canción que te debe tu familia humilde y desprendida; tus seguidores crecientes a pesar de los cinco años sin subir al tatami; tus compañeras de equipo en los buenos y malos momentos; tu pueblo estremecido desde aquella madrugada de verano del año 2000, cuando el oro olímpico hizo casi inmortal y sagrada tu figura.
Y ese día pude escribir esta canción. Aún recuerdo los brazos en alto en busca de la decisión final, el ippón cantado a última hora por el árbitro —aunque el profe Veitía lo cantó desde el primer momento—, la bandera cubana cubriéndote la espalda, la pose de niña feliz abrazando al entrenador y la sonrisa indetenible del alma que el Olimpo regala a los mejores, a los más fieles hijos del sacrificio, a los eternos iluminados del deporte mundial.
Pero la inspiración pudo haber llegado también desde antes, desde aquel 1993, cuando tu diminuta figura logró la segunda corona universal para una judoca cubana, sin olvidar que eres granmense de nacimiento, aunque Holguín te apadrina desde los primeros meses. Y ambos territorios sólo son dueños parciales porque los ángeles no son de nadie, sino del aire, del amor, de la esperanza. Quizás por eso no seas, a pesar del capricho de papá Verdecia y la ternura de mamá Yaya, un ángel invertido de letras para formar un nombre; sino un nombre convertido en palabra a través de un ángel.
Y en medio de tanta ternura fuiste capaz de pelear, combatir, luchar, correr, entrenar, sufrir, llorar y hasta enfermar en un deporte rudo, violento, de golpes constantes, ippones increíbles, lesiones imborrables y huellas únicas en el cuerpo y la mente. Por eso hoy mereces ser la única mujer de esta Isla con el sexto dan de la disciplina y una de las pocas de América y del mundo.
Si hoy volvieras a nacer, y lo has dicho con la naturalidad que te desdobla la vida, entrarías de nuevo al tatami, aunque no por embullo de amigas como hace más de dos décadas. ¿Dónde quedaría el ballet? Ese que tanto disfrutas y al cual llegaste sin luces, ni tutú, ni coreografías espectaculares y mucho menos en grandes teatros.
Tu baile fue perfecto y llegó con las medallas ideales para ocasiones también ideales. Fue perfecto porque fuiste la mejor capitana de equipo cuando el mayor ejemplo eran la comprensión y el consejo oportuno; la madre más tierna para dos hijos deseados, Javier y Eyleen; la mujer más enamorada de la vida, que prefiere cocinar un buen arroz amarillo para las fiestas de amigos, y degustar un sabroso helado de chocolate o un aliñado casero.

A esa Legna, le debo una canción. Y cuando llegó el momento del mal llamado último aplauso, el de los reconocimientos ineludibles por tanta dedicación al deporte, al judo, a Cuba; saltaron de nuevo esas ganas de decirle a todos que no es cierto, que no te ibas; que estás ahí como entrenadora de la selección nacional, como formadora de otras campeonas centroamericanas, panamericanas, mundiales y olímpicas; que podrán seguirte parando en las calles para regalarte flores, para pedir autógrafos, para tirarse una foto, para darte un beso, un abrazo.
Si abuso de la profesión periodística sé que también lo perdonarás. Jamás desearía mejor regalo para una despedida formal y merecida que el más sincero afecto de todos hacia una judoca inteligente, preparada y sobre todo, muy cubana. En función del espacio confieso que aún no me ha salido la canción que te debo, la que no he compuesto nunca.
Poder describirte en síntesis es más difícil que entonar esa música soñada. Prefiero entonces unos versos al azar, esos que cualquier amante dedicaría con hechizo a su novia:
“Le debo una canción a ese río/ incontenible y prisionero de un amor/ Le debo una canción a tu futuro/ fuego y luz de primavera y esplendor…".

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