21 agosto, 2007

Espinas olímpicas en el corazón de Abel Ramírez


La madre lo llevó al área especial donde practicaba natación su hermano, José Luis, en Santiago de Cuba. Pero al ver la distancia que había que nadar, 25 metros, Abel Ramírez le dijo tajantemente: no voy a aprobar. Al unísono se desarrollaban las pruebas de clavados en un trampolín de 3 metros y a la pregunta de su madre no titubeó: allí sí aprobaré y se lanzó a la piscina en el primer salto de su historia.
“Al entrenador Eduardo Muñoz le llamó la atención la fuerza en mis piernas, y aunque hubo otro entrenador que me mandó a tirarme de cabeza —algo que no estaba previsto en el examen— él lo impidió mandándome a repetir el salto de pie. Tenía 7 años y lo único que hacía era correr mucho. Ni siquiera pensaba en apuntarme en un deporte.”
Y aunque se apuntó y asistía a las clases no fue 1976 cuando Abel se motivó verdaderamente por el clavados al ver toda la competencia de los Juegos Olímpicos de Montreal por televisión, donde estuvieron, entre otros, dos grandes de esta disciplina de todos los tiempos Gregory Louganis y Klaus Dibiasi. Su deporte era bonito y podía llegar a ser como ellos, interiorizó el pequeño, quien ese mismo verano ganó sus dos primeras medallas en Juegos Escolares luego de un accidente fatal meses atrás.
Me muero o me hago clavadista
“A los 9 años había sufrido un accidente en el campeonato provincial. Me di con la tabla del trampolín en la cabeza y eso representó 15 puntos en la cabeza a sangre fría. Fue más la impresión, la herida y la sangre que el dolor. Y eso me hizo pensar que este deporte no estaba hecho tampoco para mi. Cuando empecé de nuevo, gracias al apoyo de mis padres y del entrenador, tenía miedo y pensaba que volvería a pasarme lo mismo.
“Presentaba muchos problemas técnicos por ese mismo miedo y llegaron a darme baja de la escuela de natación por eso. La directora Mercedes Sotolongo habló conmigo y dos meses más tarde regresé a los entrenamientos y pude obtener plata en el trampolín de un metro y bronce en plataforma de 5 metros. Por esas medallas me captaron para la Marcelo Salado en La Habana, con el entrenador Fernando Guerra y en ese ambiente más serio pensé: me muero o me hago clavadista.”
Podía ser el mejor de Cuba
“En marzo de 1977 terminé segundo en el campeonato centroamericano y del Caribe de Natación en República Dominicana, en lo que representó mi primera competencia internacional. Recibí mucha ayuda de gente experimentada como Marcelino Quiñones y Ricardo Novás, quienes llegaron a decirme que podía ser el mejor clavadista de Cuba. Eso subió mi autoestima sin creerme cosas que no debía.
“Ese mismo 1977 participé con 13 años en un campeonato nacional de mayores y gané bronce en trampolín de un metro. La gente decía que el entrenador y yo estábamos locos porque montábamos saltos que no hacían los muchachos de mi edad, pero gracias a ese potencial y talento natural entré al equipo nacional al siguiente año y en 1981 ya gané el primer campeonato nacional.”
1982: gloria e impotencia.
“No es hasta esa fecha en que la ambición de poder llegar bien lejos aparece en mi mente. Desde 1980 participaba en los torneos clase A, pero en 1982 terminé cuarto en el torneo de Rostock —el mismo al cual van hoy nuestras principales figuras— sólo superado por los campeones olímpicos de plataforma y trampolín y un finalista mundial. Decisivo había sido el diseño de competencia montado para mi por el ruso Misha Obanesian, quien revolucionó mi selección en dificultad.
“Se acercaban los Juegos Centroamericanos de La Habana en 1982 y por arreglos en la Ciudad Deportiva pasamos a entrenar en la piscina del parque José Martí, del Vedado, que tenía sólo 3 metros de profundidad. En el primer salto choqué con el fondo y me luxé la clavícula. Cuando empecé de nuevo, se vio la posibilidad de que estuviera en el equipo, pero finalmente me quedé con los deseos. Sin embargo, entrené todas las vacaciones y alcancé la mejor forma deportivas de mi carrera.”
La primera medalla de Cuba en Juegos Panamericanos
“Tenía ese compromiso debido al nivel que había mostrado en los controles y en los torneos internacionales. El pronóstico era bronce, pero antes de iniciarse el evento, analizamos los contrarios y el entrenador me dijo: creo que puedes ganar plata, detrás de Louganis. Y competí sin nerviosismo porque el trabajo psicológico —fundamental en un clavadista— había sido muy bueno.
“Cuando iba al último salto el árbitro detuvo la prueba como 10 minutos por desacuerdos con la calificación otorgada al venezolano que iba delante de mi. Y la gente de la delegación cubana nerviosa, pidiéndome relajación. Pero ese salto siempre fue el mejor de mi selección y lo realicé como acostumbraba. Por estar tan seguro de mi forma física quizás no valoré en ese momento el significado de aquella plata.”
Las frustraciones olímpicas
“Son duras estas historias (se le nublan los ojos y enreda un poco la lengua). Para los Juegos Olímpicos de 1980 dijeron que era muy joven y luego a los de 1984 y 1988 Cuba no asistió por las razones conocidas. En Los Ángeles tenía grandes opciones de haber llegado un poco más alto que una final, pues solo Louganis y los chinos me habían ganado en los torneos de Europa. En Seúl sólo un dato te daré. Al bronce de esos Juegos le gané dos meses antes en el Canamex, uno de los certámenes más fuertes del mundo.
“Después pude ir a Barcelona y Atlanta porque clasifiqué, pero la política del INDER de que había que quedar entre los seis primeros en el Canamex meses antes para poder ir —algo que no pude cumplir en esas ocasiones— impidió otra vez mi sueño olímpico. Y todavía para Sydney 2000, ya retirado y con 35 años, cuando pedí permiso a la Federación para eliminarme en los controles porque me sentía bien físicamente y quería cumplir ese sueño, me lo negaron.
“Mi padre, principal impulsor e historiador de mis resultados, falleció el 2 de agosto de 1996 sin verme en unos Juegos Olímpicos. Pude haber asistido a seis y no puedo hablar de ninguno hoy. Y voy a morirme con esa frustración, en la que hay también un poco de injusticia.”
Universiadas de Kobe 1985: lo medalla más importante.
“Aquí no se valora igual todos los resultados, pero en aquel entonces era igual el nivel del clavados en una Universiada Mundial que el de los campeonatos mundiales y Juegos Olímpicos. A Kobe, 1985, asistieron todos los jerarcas experto Louganis y perdí sólo con el subcampeón olímpicos de Los Ángeles y Seúl. Es la medalla más importante de mi carrera y contribuyó para ser seleccionado entre los diez deportistas más destacados de Cuba ese año. Por eso la defiendo igual o más que la de los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Ponce 1993.”
Un oro después de 54 años
“Venía persiguiendo el oro en Juegos Centroamericanos y del Caribe desde hacía mucho rato, pero entre la lesión que sufrí en 1986 —me quitaron el yeso para competir— cuando terminé quinto, y el mal trabajo de los jueces en México 1990, donde finalicé con plata, no había tenido suerte. En Ponce 1993 nadie pudo quitarme el título, 54 años después del último logrado por Cuba en esos torneos.”

El clavadista ideal existe
“Hay un conjunto de elementos y condiciones que deben cumplir los clavadistas: disciplina, dedicación y confianza en si mismo. Es un deporte riesgoso, solitario y en el cual es clave la relación atleta-entrenador. Si esta se rompe no habrá nunca resultados nunca. A pesar de las condiciones materiales, en Cuba tenemos ejemplos de clavadistas ideales. José Antonio Guerra es en la actualidad el mejor del mundo, ¡el mejor!, y me siento orgulloso de que sea cubano y de haberle enseñado algunas cosas. Él podrá obtener todos los títulos que quiera, pero necesita fogueo competitivo y mínimos aseguramientos para su preparación como la tuvimos nosotros, más trampolines y más camas elásticas.”
En la misma piscina, su hijo campeón
“Él nació en la piscina. Tanto su mamá, Mayra Téllez, como yo somos clavadistas. En el 200 metió la cara con el trampolín y pensé que se repetía mi historia. Desde los 8 años compite y lo ha ganado todo, excepto un bronce en una categoría mayor. Para más dicha en el 2005 obtuvo su primera medalla internacional en la misma piscina que lo hice yo en República Dominicana, y también en un campeonato centroamericano y del caribe de natación. Lo que sentí ese día no puedo expresártelo. Le falta mucho, pero con 12 años despunta muy bien, mejor que el padre..”
Para Abel Ramírez la conversación ha sido un doble reto, pues ha alternado las funciones de entrevistado con las de entrenador de su hijo. Por modestia no habló de aquella publicación que refirió su admiración por “el negrito comunista y cubano que clasificaba entre los tres primeros clavadistas del planeta entre 1983-1985”.
Tampoco quiso comentar de las palabras de un oyente que en un programa de radio le recordó recientemente: tú no serás tan famoso como fueron otros deportistas, pero estás aquí con nosotros, no abandonaste a tu pueblo, y eso vale muchísimo. De su paso como colaborador internacionalista en Venezuela archiva la honra de haber clasificado una atleta para la final del mundial juvenil en 1999.
Con alto sentido de la amistad y la añoranza de haber sido periodista, psicólogo o gimnasta, Abel sigue siendo el mismo que no se le apretó el pecho el día de su retiro porque las espinas olímpicas le machacaban aún en el corazón. Y accede a que el título de estas líneas sea ese, aunque todos sabemos que entre tantas espinas nacieron siempre muchas, infinidades de medallas y flores.

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