05 diciembre, 2005

Ni siquiera mi corazón lo salva

Lejos de cualquier convencionalismo para escribir sobre un tema tan sensible como los derechos humanos, las historias de vida de miles y millones de personas en el mundo ilustran con dramatismo y cruenta realidad que el principal derecho es la vida, expresada en educación, no en ignorancia; en salud, no en enfermedades prevenibles; en alimentación, no en hambruna y desnutrición; y en trabajo, no en migajas de empleo, por solo citar algunos de los más sagrados.
Recordé entonces para estas líneas uno de esos testimonios desgarradores que obtuve en un continente saqueado y arruinado por los defensores de estos derechos con la fabricación consciente de una bomba de tiempo, entiéndase indolencia social, intervenciones militares —nunca humanitarias—, guerras étnicas y lo más terrible: mentira y maldad.
En África, uno de nuestros colaboradores médicos, Javier Sánchez Lazo, vivió la experiencia más cruda en su corta carrera con la comprobación sin intermediario de cómo transcurren los días en un territorio rico, riquísimo en recursos minerales y naturales. La atención a niños con dos gramos de hemoglobina, la odisea de ocho días en cama por severo paludismo y el combate con inteligencia a la hechicería y la magia en cuestiones de salud, fueron muestras de ello.
Sin embargo, basta el hecho contado en su diario a los siete meses de su labor asistencial para responder de qué derechos humanos habla Cuba hacia el mundo, y de cuáles hablan esos que jamás han visto más allá de intereses, corporaciones, de su dinero.
EL TRAPO EN LA CABEZA
Era pasado el mediodía cuando llegó el padre con su hijo al hospital distrital. Maestro de la zona, el hombre confió de inmediato la salud de su primogénito, un adolescente de 15 años, al doctor cubano. Javier, dispuesto a examinarlo de inmediato, mandó a retirarle un trapo que traía puesto el joven en la cabeza. El hombre se negó y le explicó que era una cura tradicional hecha en su poblado, imposible deshacer.
El doctor insistió durante dos horas hasta convencerlo sobre la necesidad de retirarle el trapo. El joven presentaba pérdida de conciencia, fiebre alta, vómitos, no oía y tampoco hablaba, síntomas todos de un trauma cerebral. Finalmente el padre accedió a quitar el vendaje y el galeno pudo palpar debajo del envuelto de hierbas verdes con pasta negra y fetidez irresistible, una tumoración de aproximadamente ocho centímetros. Aunque el hombre rechazó que su hijo se hubiera caído o recibido algún golpe en la cabeza, Javier confirmó su diagnóstico y lo ingresó urgente con el tratamiento clásico para estos casos.
OTRA VEZ AL CURANDERO
En las primeras 24 horas, el paciente dio los primeros síntomas de recuperación. Respondía preguntas, reconocía al padre y controlaba sus funciones fisiológicas. El doctor no se apartó del hospital más de dos horas, incluso en la madrugada. Como la mejoría era lenta, al tercer día se apareció el curandero en el hospital y aconsejó al padre que lo llevara de nuevo para la medicina tradicional.
Por más argumentos expuestos por Javier, el padre regresó con el hijo a la curandería. Es tan fuerte y arraigada la fe en ella que rebasa cualquier estrategia de convencimiento. Dos días después el médico cruzó con el hombre en el pueblo. “Doctor, uno de los padres tiene que dar su corazón para salvarlo, según me dijo el curandero”, le comentó. Apenas oyó aquella monstruosidad, Javier le reiteró que la única solución era el hospital y luego trasladarlo a una unidad de cuidados intensivos —inexistente en el país— en las naciones fronterizas.
TARDE, MUY TARDELa muerte se le veía en la cara cuando arribó por segunda ocasión el adolescente al hospital. Otra vez el padre buscó al doctor antillano, pero ahora fue tarde, muy tarde. A las doce horas los esfuerzos por mantener con vida al adolescente se apagaron. “¿Doctor, le doy el corazón al curandero?”, seguía insistiendo el padre a esas alturas.
A pesar de los desvelos de Javier y la cooperación del resto de la brigada médica cubana, los ojos del joven se cerraron ante las miradas acongojadas de todos. Entonces, el padre reconoció la realidad que nunca asumió: “Debí dejarlo aquí hasta que consiguiera el dinero para trasladarlo a los cuidados intensivos”.
“Ni siquiera mi corazón lo salvaba”, apuntó con voz entrecortada nuestro galeno, quien jamás había visto morir en Cuba a nadie por falta de dinero, por la maldita curandería, por pura ignorancia, por la cruel impotencia de haber nacido allí, donde el principal derecho humano, la vida, parece solo eso, un derecho a decirlo, pero no a escribirlo, y mucho menos a disfrutarlo.
¿Cuánta tristeza y realidad detrás de este testimonio? ¿Condenarán alguna vez a los autores de tantas muertes como esta o incluso más desgarradoras? La humanidad parece detenida, por momentos, en el sálvense quien pueda y tenga dinero, aunque Cuba siga demostrando que el más importante de los derechos es salvar a los que no pueden ni tienen. ¿Será juzgada alguna vez la solidaridad y el amor?

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